viernes, 5 de noviembre de 2010

Mitología de la muerte


  La ciudad es la escritura del Estado. Cada espacio encierra un relato, se inviste de sentidos sociales y culturales: plazas, monumentos, avenidas, componen la gramática de lo que nos va a ser contado. Pero, ¿qué sucede cuando ese relato se redefine como legitimo, a la luz de otros discursos que intentan rebatirlo?.


  Quintana y Haedo.  El ángel mira hacia el cementerio como si custodiara al cuerpo.
En el ultimo rincón de la Recoleta, descansa bajo hierro y candado el coronel Ramón Falcón, guardián de los apellidos patricios que la ciudad consagra con su mudo respeto. El ángel toma a un hombre de la mano para arrastrarlo hacia la muerteFalcón es asesinado junto a su secretario privado, Juan Alberto Lartigau“Victimas del deber.
14 de noviembre de 1909”, escribe la pluma del Estado.


  Como toda representación de la realidad, el relato ilumina y oscurece. Hay algo que no debe ser contado, un “otro” que sólo puede mostrase de manera violenta: “Simón vive”.
Es un acto de caza furtiva, en el sentido decerteausiano, de los que no tienen voz y deben dar pelea en el territorio de lo legitimo. Simón no es un ángel, no tiene monumentos, ni plazas, ni calles. La ciudad se lo ha devorado.
  El primero de mayo de 1909, columnas anarquistas se acercaron a la Plaza Lorea, frente al Congreso, para rendir homenaje a los “mártires de Chicago”, obreros ahorcados en la tierra de la democracia por reclamar la jornada laboral de ocho horas.
Las familias obreras llegaban con sus banderas rojas y negras, mientras el coronel observaba atentamente desde su vehiculo.
  Ramón Falcón es la segunda calle mas extensa de Buenos Aires, después de la Avenida Rivadavia, y el nombre que lleva la Escuela de cadetes de la Policía Federal.  El hombre de carne y hueso prestó sus servicios como expedicionario en la epopeya roquista que el Estado tituló “La conquista del desierto”. De las luces de la generación del ochenta, el relato descendió a los manuales escolares como simbología de la victoria sobre la barbarie indígena, aplastada por el imperio del derecho burgués.

Tras haber recibido unos piedrazos en su reconocimiento, el coronel se recuesta y da la orden a la montada, pero no enseña los cuatro dedos como Varela en la Patagonia, sino que recurre a un enunciado general: “Hay que concluir de una vez por todas con los anarquistas”. Sus herederos matizarían la orden con una metáfora biologicista:
“La operación de cirugía mayor”.  
  Los cosacos desenfundan los sables y en pocos minutos la marea ultramarina que imaginaba Miguel Cané se desploma sobre su propia sangre. Once muertos y ochenta heridos, entre ellos, varios niños.  
  
  Como señala el escritor uruguayo Ángel Rama con su metáfora de la “Ciudad letrada”, las metrópolis latinoamericanas concentran el manejo de la escritura como herramienta de poder para transmitir la (su) cultura del polo del saber al polo de la ignorancia. Es la misma escritura que escapa de la página y se transpone al lenguaje de la arquitectura para contarnos la historia legítima. Pero, volviendo al quid de la cuestión, ¿qué pasa cuando emerge aquella visión desplazada, subalterna, que no habla a través de monumentos,  y que se inscribe en este código cultural para invadir la concepción hegemónica?. Simón Vive.
    
  El 14 de noviembre de 1909, el coronel, ya condecorado por su valentía por el presidente Figueroa Alcorta, había asistido acompañado de su secretario privado al entierro de un ex funcionario de la Policía, en el cementerio de la Recoleta.  A la salida, el carruaje del coronel toma la calle Quintana y, llegando a Callao, un joven vestido de negro intercepta su marcha. Con un violento ademán arroja un bulto que estalla entre las piernas de los ocupantes. El coronel morirá en un intento de los médicos por amputarle la pierna destrozada. Su secretario se había ido prácticamente en sangre. 
  La bóveda construida en el cementerio de la Recoleta esta adornada de laureles y placas con epítetos bien curiosos: “Al inolvidable Jefe de Policía”; “Cayó sobre su escudo cumpliendo lealmente su deber”. El cuerpo tallado en piedra del coronel recibe recostado las plegarias de vírgenes que lo custodian como pilares inquebrantables. A su lado se encuentra la bóveda de Juan Lartigau. Los visitantes siguen de largo, sólo unos pocos se detienen a contemplar la obra en honor al mito heroico que el Estado Moderno a forjado.

El agresor del coronel es capturado rápidamente. Se trata de un escuálido anarquista de 17 años que se identifica como Simón Radowitzky y farfulla un ruso incomprensible.
La justicia lo condena a muerte, pero al ser menor de edad recibe finalmente la sentencia
de cadena perpetua,  que deberá cumplir en el penal de Ushuaia.  21 años después es indultado por el presidente Yrigoyen y se lo expulsa a Uruguay.  
  La ciudad suprime el asesinato de Ramón Falcón. Aceptar ese hecho maldito implica reconocer la existencia de un otro que desarma la mitología del Estado. Cuando lo oprimido grita, se sacuden los cimientos de una cultura imaginada como sucesión de Dioses, ángeles, ciudadanos de Atenas. La naturaleza empieza a volverse historia.


1 comentario:

  1. Gracias a Pablo Mendez por la foto y el recorrido fotográfico que emprendimos por el cementerio de la Recoleta

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